La cueva del Moro Chufín se localiza en un paraje de singular belleza del valle del río Nansa. A pesar de que el entorno está modificado por la construcción del embalse de La Palombera, su situación en una zona de acantilado, la densa vegetación arbórea y la presencia constante de agua hacen que la visita se convierta en un continuo disfrute.
Desde la carretera CA-181 se toma el desvío al pueblo de Riclones, justo antes de llegar al pueblo de Celis. Allí podrán verse diferentes indicaciones que le llevan hasta la casa del guía, quien les acompañará, bien en barca bien a pie, hasta la entrada de la cueva.
La visita se inicia, en determinadas épocas del año, con un paseo en barca hasta alcanzar la entrada de la cavidad. Su espacioso vestíbulo ha sido testigo de importantes ocupaciones humanas acontecidas hace unos 15.500 a.C. e incluso en momentos anteriores. Desde la boca de la cueva hubo de tenerse una percepción privilegiada del valle, lo que la convierte en un excelente cazadero.
Además, en este espacio los moradores prehistóricos grabaron figuras sobre la roca. Numerosas ciervas, un bisonte, algún posible pez y diversos signos realizados, todos ellos, en surco ancho y profundo, consecuencia de la técnica de abrasión, aparecen concentrados principalmente en un panel, bajo el cual una pequeña abertura da acceso al interior de la cavidad.
Tras recorrer un espacio de techo bajo, se accede a una amplia sala en cuya parte final se encuentra un lago artificial, consecuencia del embalse. A pesar de ello, la cavidad continúa. Es en esa sala donde se localizan, a uno y otro lado, las representaciones artísticas más llamativas.
Por su intenso color rojo destacan las composiciones rojas realizadas a base de puntuaciones, algunas de las cuales han sido interpretadas como representaciones genitales. En ese mismo color se pueden observar caballos, un uro, diversas puntuaciones a veces organizadas en series, una figura femenina y un ciervo.
Desde la carretera CA-181 se toma el desvío al pueblo de Riclones, justo antes de llegar al pueblo de Celis. Allí podrán verse diferentes indicaciones que le llevan hasta la casa del guía, quien les acompañará, bien en barca bien a pie, hasta la entrada de la cueva.
La visita se inicia, en determinadas épocas del año, con un paseo en barca hasta alcanzar la entrada de la cavidad. Su espacioso vestíbulo ha sido testigo de importantes ocupaciones humanas acontecidas hace unos 15.500 a.C. e incluso en momentos anteriores. Desde la boca de la cueva hubo de tenerse una percepción privilegiada del valle, lo que la convierte en un excelente cazadero.
Además, en este espacio los moradores prehistóricos grabaron figuras sobre la roca. Numerosas ciervas, un bisonte, algún posible pez y diversos signos realizados, todos ellos, en surco ancho y profundo, consecuencia de la técnica de abrasión, aparecen concentrados principalmente en un panel, bajo el cual una pequeña abertura da acceso al interior de la cavidad.
Tras recorrer un espacio de techo bajo, se accede a una amplia sala en cuya parte final se encuentra un lago artificial, consecuencia del embalse. A pesar de ello, la cavidad continúa. Es en esa sala donde se localizan, a uno y otro lado, las representaciones artísticas más llamativas.
Por su intenso color rojo destacan las composiciones rojas realizadas a base de puntuaciones, algunas de las cuales han sido interpretadas como representaciones genitales. En ese mismo color se pueden observar caballos, un uro, diversas puntuaciones a veces organizadas en series, una figura femenina y un ciervo.
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El interior alberga, además, numerosos grabados realizados tanto mediante incisión más o menos fina y abrasión. El bestiario animal está compuesto de bisontes, caballos, bóvidos, ciervo, cáprido y al menos una figura antropomorfa, además de una posible zancuda.
La realización de las figuras parece responder a más de una fase temporal. Los grabados del vestíbulo, y algunos de la parte interior, así como las figuras rojas, parece viable datarlos en un momento previo al Magdaleniense, hace más de 16.000 a.C, si bien no es posible determinar el grado de sincronía o diacronía entre todas ellas. Por el contrario, el resto de grabados interiores, por lo general de surco más fino y con detalles anatómicos, se asignan a un momento posterior, en torno al 11.500 a.C.
Se sitúa en la localidad de Riclones, término municipal de Rionansa. Hidrológicamente se relaciona con el barranco del río Lamasón, al oeste de su confluencia con el río Nansa.
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La cavidad se desarrolla sobre un acantilado de materiales calizos dinantienses. Su localización puede ser descrita como estratégica, ya que se sitúa a unos 100 metros de la confluencia de los dos ríos y desde ella se tendría una buena observación del entorno.
Las laderas escarpadas y la altitud moderadamente alta (en torno a 150 m.s.n.m.) aseguraban un hábitat propicio para los cápridos.
La percepción que actualmente se dispone de la cavidad, también conocida como Cueva de Moro Chufín y orientada al N.NW, no se asemeja a la que hubieron de observar los grupos paleolíticos que la frecuentaron. La construcción del pantano de La Palombera elevó el cauce unos 30 metros, inundando parte de sus galerías interiores y formando, a unos 50 metros de la entrada, un lago. En la actualidad el paso hacia galerías más interiores está condicionando por el nivel del agua, siendo por ello que no se tiene un conocimiento preciso del desarrollo cárstico.
A pesar de que la cueva era conocida y utilizada como refugio por los pastores de cabras, desde la construcción del embalse de La Palombera, en los años 40 del siglo pasado, la cueva queda olvidada debido a las dificultades del acceso. Al igual que en muchos otros casos, se conocen leyendas populares que decÍan que en ella un moro había enterrado un tesoro, lo que implicó que diferentes gentes realizaran agujeros en su interior con el fin de localizarlo.
El 30 de marzo de 1972 la cavidad se incorpora al mundo científico, cuando Manuel de Cos, en compañía de sus hijos y del guarda del embalse, reconoce en sus paredes la existencia de arte parietal. Informado el director del Museo Arqueológico Nacional, Martín Almagro Basch, se certifica la edad paleolítica de las representaciones, se inician los trabajos de documentación del arte y la excavación del depósito arqueológico.
La zona del vestíbulo albergó al menos tres ocupaciones humanas. Las dos más antiguas son problemáticas de caracterizar. La más intensa y mejor documentada corresponde a un momento del Solutrense superior que ha sido fechado en 17.420±200 BP y de la que destacan las puntas laurel, de muesca y de base cóncava, asociadas a raspadores, buriles y hojitas de dorso, ademÁs de objetos óseos como azagayas, espátulas y dientes caninos perforados.
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Según los datos científicos disponibles Cueva Chufín fue utilizada como lugar de refugio y hábitat, tal y como lo demuestran las evidencias de hogares y la presencia de restos de cabra, y en menor medida de ciervo, corzo, rebeco y bóvido, que fueron consumidos en el lugar. Además, su cercanía al río Nansa explica la presencia de vértebras de peces. Por úúltimo, las lapas evidencian la movilidad de los grupos humanos desde el interior hacia la costa (a unos 16 km. de distancia) y viceversa.
La diversidad t€cnica, temática y de implantación del dispositivo iconográfico han sido tradicionalmente consideradas, valoradas individual y complementariamente, criterios para establecer más de un momento de ejecución, es decir, no existe un sincronismo en la decoración de la cueva de Chufín.
Martín Almagro propuso que la ejecución de las figuras se inició en una fase correspondiente al Estilo II de A. Leoir-Gourhan y culminaría en un momento del Estilo III, muy probablemente en correspondencia con la ocupación del vestíbulo durante el Solutrense superior.
En la actualidad es razonable hablar de tres fases. Las dos primeras corresponderían genéricamente, y con seguridad, a una fase anterior al Magdaleniense. En este periodo deben integrarse los grabados de surco profundo y ancho situados en la zona de vestíbulo, y las pinturas rojas, tanto los zoomorfos como los signos. Para los primeros, los datos disponibles abogan por un trazado durante un momento medio o final del Gravetiense (hace unos 23.000 años a.C.) o incluso en un periodo inicial del Solutrense (en torno a 18.000 años a.C.); así parecen indicarlo las dataciones disponibles de la cueva de Venta Laperra (Vizcaya). La técnica, temática y localización espacial características de estas figuras también se documentan en otros yacimientos de la región cantábrica: así, y además de Venta Laperra, aparecen en Hornos de la Peña, La Lluera I, La Lluera II, Los Torneiros, Santo Adriano y La ViÑa, entre otros. Pero a pesar de que tradicionalmente se vinculan a áreas de exterior iluminadas, los bisontes pintados de la zona interior de Chufín recuerdan formal y estilísticamente al que se grabó en el exterior, así como a otros de otras cavidades.
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El otro conjunto pre-magdaleniense corresponde a las figuras rojas. Para los motivos animales, trazados mediante línea de contorno, sin detalles anatómicos interiores y cierto grado de desproporción, existen un mayor número de incertidumbres, si bien los escasos datos permiten aventurar que fueron realizados en un momento previo a la grabación de las figuras exteriores. Aunque no se puede asegurar, la realización de los signos realizados mediante puntos debe corresponder a la misma fase, considerando cuanto menos una sincronía relativa, que las figuras rojas. No se puede precisar mucho, pero la ejecución debe corresponder a uno momento correspondiente al lapso Auriñaciense - Gravetiense, es decir, entre 35.000 y 19.000 años a.C.
Por último, algunos de los grabados del interior, como por ejemplo las figuras de caballo, permiten suponer la existencia de una tercera y última fase de decoración de la cavidad, siendo así la fase menos intensa, a tenor del número de figuras hoy conocidas. A pesar de que se ha apuntado un trazado en una fase pre-magdaleniense muy avanzado para el momento de ejecución, el detalle de la crin, así como la composición general de las figuras, permiten señalar la posibilidad de que fueran realizadas en un momento antiguo del Magdaleniense.
Cantabria es una región famosa por sus numerosas cuevas prehistóricas que contienen cientos de magníficas pinturas rupestres. Sin duda, el bisonte de Altamira es el más conocido internacionalmente, aunque abundan las representaciones de otros animales, como caballos, ciervos, cabras y toros, así como de manos humanas. Las teorías más difundidas relacionan estas pinturas con una magia propiciatoria para la caza ó la fertilidad, aunque ninguna explicación resulta satisfactoria para todos los elementos representados. Los estudios cronológicos indican que su antigüedad puede rondar los 18.000 años.
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Mucho menos conocidas son las pinturas rupestres que representan signos cuadriláteros, como denominan algunos expertos, y otros hechos con puntos.
Algunas de las teorías existentes plantean (indirectamente) la posibilidad de que dichos signos constituyan la primera manifestación matemática en nuestra región, en tanto en cuanto se trata de la primera representación de ideas o conceptos abstractos (de hecho, otros expertos los denominan ideomorfos). En este sentido, la interpretación de que los signos cuadriláteros representan el plano de construcción de un poblado y que los puntos (entre 415 y 420 en Altamira, ya que algunos aparecen borrosos) representan un censo de la población del asentamiento, ha sido apuntada por Enrique González en las páginas 38-39 de su libro “Altamira: una interpretación de sus secretos”, Estvdio, 2003.
Mucho menos conocidas son las pinturas rupestres que representan signos cuadriláteros, como denominan algunos expertos, y otros hechos con puntos.
Algunas de las teorías existentes plantean (indirectamente) la posibilidad de que dichos signos constituyan la primera manifestación matemática en nuestra región, en tanto en cuanto se trata de la primera representación de ideas o conceptos abstractos (de hecho, otros expertos los denominan ideomorfos). En este sentido, la interpretación de que los signos cuadriláteros representan el plano de construcción de un poblado y que los puntos (entre 415 y 420 en Altamira, ya que algunos aparecen borrosos) representan un censo de la población del asentamiento, ha sido apuntada por Enrique González en las páginas 38-39 de su libro “Altamira: una interpretación de sus secretos”, Estvdio, 2003.
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